domingo, 24 de febrero de 2008

Compromiso con la laicidad.



Forma parte del bagaje político del PSOE el compromiso con la laicidad del Estado. Así es, y así debe ser, en un partido de izquierda que pone sus señas de identidad en la defensa de la libertad y el logro de la igualdad. En tanto no se consiga un Estado que efectivamente sea laico, esos valores de libertad e igualdad se hallarán menguados en la sociedad en la que así ocurra. Lo contrario de la laicidad es el confesionalismo, que consiste en el mantenimiento de privilegios por parte de una confesión religiosa, a la sombra de sus connivencias con poderes no democráticos o a través de sus intromisiones ilegítimas en el ámbito de lo político. Normalmente, en las iglesias, el confesionalismo proyecta hacia fuera el clericalismo que en ellas se da hacia dentro. De ahí que la oposición al confesionalismo, que es lo relevante políticamente, venga muchas veces asociada a posiciones anticlericales. Pero eso no supone que el laicismo sea antirreligioso –ni que deje de apreciar que hay curas excelentes, obispos que desempeñan bien su ministerio y hasta algún Papa, como Juan XXIII, respecto al cual bien haría la Iglesia en darle el reconocimiento que merece-. De hecho, tanto clericalismo como confesionalismo, que son dos caras de la misma moneda, suponen distorsiones de lo religioso que perjudican a las religiones mismas –los cristianos, por ejemplo, deberían ser los primeros en ser anticonfesionalistas y anticlericales, si quisieran ser consecuentes con el evangelio del laico Jesús de Nazaret- y, por supuesto, a las sociedades en que tales fenómenos se producen.
La pretensión de mantener privilegios para una determinada confesión religiosa conlleva el intento de conservar o reforzar ciertas imposiciones sobre el conjunto de la sociedad, creyentes y no creyentes, con la consiguiente merma de las libertades. El que tales privilegios se asienten o tengan algún respaldo jurídico-político implica una discriminación sobre los miembros de otras confesiones religiosas minoritarias o sobre los ciudadanos que no pertenecen a confesión alguna. Una democracia coherente no debe admitir ni mengua de las libertades reconocidas por la Constitución, ni privilegios de unos que conlleven discriminaciones hacia otros. Es de justicia, por tanto, exigir que las diferentes confesiones religiosas estén en el lugar que les corresponde en una sociedad secularizada, pluralista y democrática, es decir, en el lugar cívico que han de ocupar en el entramado de la sociedad, como otras tantas entidades o instituciones. Desde ahí podrán ejercer los derechos que la
Constitución reconoce y ampara, siempre desde el respeto a los procedimientos democráticos que hemos establecido para todos y a las leyes que mediante ellos nos damos.
Frente a quienes lanzan falsas acusaciones de acoso al cristianismo –y hay quien sube el tono hasta hablar de persecución a la Iglesia, pero sin mencionar la financiación a la misma desde
los presupuestos del Estado- hay que recordar que cualquiera, individual o colectivamente, puede opinar sobre las cuestiones políticas más diversas, mas también que nadie debe presionar por métodos ilegítimos a gobiernos y parlamentos democráticamente elegidos para imponer a la sociedad en su conjunto una determinada moral o para mantener privilegios injustificables en democracia. Y eso es lo que sigue haciendo un significativo sector de la Iglesia católica, a través de destacados obispos y con el respaldo, parece ser, del Papa Benedicto XVI. Por si faltaba algo, en las últimas declaraciones del portavoz de la Conferencia Episcopal, monseñor Martínez Camino, al menú habitual se añade la instrumentalización de todo lo relacionado con el terrorismo, vertiendo calumniosas insidias al decir que el PSOE ha dado a ETA trato de interlocutor político, lo cual de ninguna manera ha sido así, y todo ello con voluntad clara de decantar el voto de los católicos hacia la derecha a través de tan grosera manipulación de los hechos. Por mucho que el alambicado lenguaje de los obispos intente mantener la apariencia de un equilibrio que de hecho no existe, estamos ante un salto cualitativo por parte de una jerarquía eclesiástica que se alinea con el PP –hay quien no la hace, pero no lo dice: la trampa de la unidad eclesial, tan quebrantada-, en clara intromisión confesionalista en el juego democrático de una forma que de ninguna manera debía darse en un Estado democrático de derecho.
Está visto que la aconfesionalidad del Estado español, tal como resulta definida por la Constitución, siendo un logro importantísimo respecto del nacional-catolicismo que acompañó a la dictadura franquista, no es sin embargo un definitivo punto de llegada si bajo ella tienen cabida las prácticas eclesiásticas que estamos viendo. Es necesario avanzar hacia una laicidad coherente con lo que la democracia supone y exige, haciendo una lectura laica de esa misma aconfesionalidad del Estado para evitar las regresiones que las derechas están promoviendo.
En esa dirección, buscando avanzar hacia una laicidad más consecuente, el
PSOE, en el programa electoral aprobado por la Conferencia Política recientemente celebrada en Madrid, contempla la necesidad de acometer la reforma de la Ley Orgánica de Libertad religiosa, a los treinta años de su entrada en vigor. Será un buen momento para ello. Habrá que trabajar intensamente en la búsqueda del consenso necesario con las distintas fuerzas políticas para una reforma de ese calibre y para que se abra paso el imprescindible diálogo sobre ese punto con las diferentes confesiones religiosas que tienen presencia en la sociedad española. Ésta, por lo demás, presenta una pluralidad tal que hace aún más necesario que el principio de laicidad opere no sólo como principio jurídico-político que encuentra plasmación en la separación entre el Estado y las iglesias, sino también como principio de convivencia absolutamente necesario para una sociedad plural como la nuestra. La diversidad cultural que existe en nuestra sociedad ha intensificado la pluralidad religiosa y ello reclama la articulación democrática de la misma desde aquello que es de justicia: el respeto a la dignidad de cada uno, la defensa de las libertades que todos hemos de poder ejercer y la igualdad de trato en un orden democrático –desacralizado, por cierto- que no debe admitir discriminaciones.
José Antonio Pérez Tapias.

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